Revolución mexicana (segunda etapa)
Contexto político
Al comenzar el año de 1910, centenario de la Independencia que el régimen porfirista preparaba con esmero, el panorama político se hallaba pleno de expectación en torno a la campaña electoral que tendría lugar en ese mismo año conmemorativo.
Los grupos, animados por la apertura que en cuanto a su sucesor manifestó el general Porfirio Díaz en sus declaraciones al periodista James Creelman, organizaron clubes que en un primer momento sólo pretendían el cambio en la vicepresidencia, pero que pronto se haría extensivo a la figura del anciano presidente. Destacó el Centro Nacional Antirreeleccionista, fundado desde mayo de 1909 y perfectamente organizado al año siguiente para contender en las elecciones con la fórmula Francisco I. Madero, presidente, y Francisco Vázquez Gómez, vicepresidente.
Los resultados favorecieron de nuevo a la fórmula gobiernista Díaz–Corral, pero las ignoradas acusaciones formales de fraude ante el Congreso hechas por los antirreeleccionistas hicieron que un movimiento electoral se convirtiera en armado a partir de la promulgación de Madero ─desde Estados Unidos─ del Plan de San Luis, llamando a las armas el 20 de noviembre de 1910.
El maderismo tuvo sus primeros reveses en Puebla, dos días antes de la fecha de convocatoria, con la muerte de los hermanos Aquiles y Máximo Serdán. No obstante, se extendió rápidamente por los estados norteños, teniendo a Chihuahua como su centro de operaciones y destacando en las primeras acciones las figuras de Pascual Orozco, Francisco Villa, José de la Luz Blanco y Abraham González.
El presidente Díaz desestimó en un principio la fuerza que el movimiento pudiera tener, pero en los primeros meses de 1911, ya con Madero al frente y las fuerzas zapatistas sublevadas en Morelos, las victorias de los rebeldes sobre el Ejército Federal se fueron acumulando. Eran los momentos para que el presidente presentara proyectos de ley con objeto de reformar el sufragio y efectuar cambios de última hora en su gabinete, pero ya era demasiado tarde. Díaz también envió negociadores secretos ante los revolucionarios, y representantes oficiales poco después. Fueron asimismo los meses en que el doctor Francisco Vázquez Gómez, comisionado en Washington, gestionó infructuosamente el reconocimiento del gobierno norteamericano a la causa pero, no obstante su neutralidad, obtendría de éste una cierta complicidad que mucho benefició al movimiento en la adquisición de armamento y su paso por la frontera.
Ante el importante triunfo de Orozco en Ciudad Juárez, tomada definitivamente el 10 de mayo después de varios armisticios, las negociaciones llegaron a su fin y el 21 de ese mismo mes se firmaron, en el edificio de la Aduana, los Tratados de Ciudad Juárez, cuyos principales acuerdos serían: las renuncias de Porfirio Díaz y Ramón Corral; el nombramiento del porfirista Francisco León de la Barra como presidente interino, rodeado de un gabinete pactado en el cual había representantes de ambas partes; la convocatoria a elecciones para ese mismo año y, por último, un elemento que sería motivo de fuertes conflictos en la etapa subsecuente: el licenciamiento de las fuerzas revolucionarias. La Revolución, aparentemente, había concluido.
Pero las demandas sociales acumuladas durante décadas se habían activado en medio de la lucha política. De manera complementaria y como un puente difícil de tender, en los contenidos del Plan de San Luis había otros compromisos que ampliarían su poder de convocatoria más allá del ámbito político, por lo que constituyó un punto de partida para transformaciones más profundas y complejas. Los distintos grupos y la suma de ideas las propusieron y defendieron durante los siguientes años de esta guerra y le dieron, en muchos sentidos, un nuevo perfil al país surgido de la contienda.